Así nacen y se cuentan las leyendas,
de cómo estaba libre de tan temible plaga
esa tierra:
Volvieron los hombres del bosque,
todos,
y trajeron como a un lobezno,
ganado y atado,
un pequeño trasgo,
un bebé apenas,
a todos los demás,
les habían matado.
Un trasgo
Le rodearon todos
para verlo y tocarlo
Inofensivo
¿Cómo podía algo tan pequeño
crecer para ser algo tan malo?
No tuvieron dudas,
aunque sí curiosidad,
y como con los lobeznos,
que en invierno serían otra cosa,
se dispusieron a sacrificarlo.
Les detuvo la baronesa,
que había venido de lejos,
y a veces tenía extrañas ideas.
Nada dijo el barón,
tomó ella la criatura en brazos
y a la torre se la llevó.
Se retiraron los hombres,
todo el mundo marchó.
Envuelto en pieles y entre sus brazos,
halló luego al trasgo el barón.
Habían tenido dos hijos, varones,
y el invierno se los llevó,
no hubo primavera para ellos,
ni bailes en el salón,
las tumbas eran pequeñas,
abisal el vacío en las cunas.
Tenía los ojos negros,
la piel oscura y dura,
asomaban ya los colmillos en las encías,
pero tenía frío, y la abrazaba.
"No podrán olvidar" dijo el barón
"No se ama por piedad, ni por necesidad:
él se irá"
Nada dijo ella y así terminó la conversación.
No estaba mal poseer
algo capaz de resitir el frío.
El invierno estaba cerca
la vida forzaba a la costumbre,
los cazadores volvieron al bosque,
los labriegos a las tierras,
las mozas a la torre,
los hombres a sus armas,
los mozos a los establos,
y de noche, al cielo las estrellas.
No mató a nadie aquella noche,
ni las siguientes,
parecía un pobre crío,
con hambre y necesidad, el muy cabrón.
Hubo silencio y obediencia,
aunque no comprensión o complicidad,
se hicieron canciones que cantar bajito,
con risa mala y secreta,
qué feo y pequeño era, el hijo del barón.
No tenía pelo, no tenía cejas,
y parecía estar hecho para
hablar en susurros
y permanecer agachado.
Llegó el invierno y pasó,
y nada vino del bosque a reclamar.
No comía carne cruda,
ni tenía rojos los ojos,
no hubo malos augurios,
ni tormentas que terminaran mal,
nadie se perdió ese año,
y ningún animal malparió,
estaban las cosas bien como estaban,
se decidió,
y hasta de mala gana a la criatura se bautizó.
"El que resiste al frío"
Qué feo y pequeño era, el hijo del barón.
Creció aunque no mucho,
y era listo y silencioso,
no gustaba aquello a quienes miedo
y asco le tenían pese a todo,
que parecía lo sabía, de mirarte por dentro.
No jugaron con él otros niños,
ni le dieron dulces en las cocinas,
algunos le tiraban piedras
cuando los adultos no les veían.
Pasaron los años, como siempre pasa todo,
y hubo ataques de lobos,
de bandidos y mercenarios de paso,
la vida hizo costumbre,
y el silencio dejó de ser forzado,
que aunque extraño y feo,
cada vez más fiero que feo,
había un heredero en la torre.
No se ama por necesidad,
había dicho el barón,
y ella había callado,
porque sabía,
como toda madre,
que amar es necesitar,
y dejaba que los siervos hablaran
y temieran,
que el trasgo creciera,
porque se querían,
sí que se querían,
que el amor es necio y sordo
y atraviesa cualquier barrera,
que es viento fuerte,
y en cualquier corazón se cuela.
Y se formó como caballero,
que era diestro con la espada,
incansable, atento y duro,
nadie le aventajaba.
Se acercaba la edad adulta,
y pasaba tiempo en el cadalso,
con los hombres de armas.
Los cazadores le querían y respetaban,
era ágil, silencioso y limpio,
los soldados le buscaban,
era disciplinado y duro, y no perdonaba una guardia.
Los mayores empezaron a hablar de
él con respeto,
no bebía en las festividades,
asistía despierto al culto,
y nunca había molestado a las mozas.
Y estaba el hecho,
innegable aunque fuera preocupante,
de que aquellas eran las únicas tierras,
en todo el condado,
que no eran atacadas por trasgos.
Ella sabía que el bosque le llamaba,
sentía la nostalgia en su mirada,
la piel había dejado de olerle a rocío.
Qué bien olía de niño,
a arroyo y a cielo limpio.
Había llegado la hora,
que siempre llega,
mandaron recado a la corte del conde:
hacían falta hombres,
que heredaran la tierra y el nombre,
y llenaran de niños la torre.
Y como había llegado se fue,
y aunque la vida crea costumbre,
es más fácil hacerse a lo extraño,
que a la ausencia.
Y cuentan que volvía,
quienes le vieron,
hasta el linde mismo del bosque,
mandó el barón levantar una casa
y que allí se reunían,
sí, un trasgo y una dama,
en los tiempos en los que había guerra.
Una violenta criatura de otra raza,
todo colmillos y garras,
ladrones, violadores y asesinos,
jinetes de lobos, hijos de la noche y el frío,
peores que las hambrunas y la peste,
peores que las guerras por la corona,
habían convertido los bosques en abismos
y las montañas en fronteras.
Pero allí estaban, año tras año.
Él había recuperado su olor,
aunque ya no portara blasón,
ni caminara erguido,
era libre y orgulloso,
y aunque no fuera heredero,
él mismo lo dijo:
antes que otra cosa, vuestro hijo soy
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