jueves, 1 de octubre de 2009

New goth aestethics







Akumu Ink
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Ay, llega un momento, en la vida de cada uno, en el que se harta un poco de sí mismo, de sus manías, rituales las llama una gran amiga, con R mayúscula, de sus ideas fijas y fijistas, de la forma de distinguirse de los demás siendo uno con ellos. Me corté la melena al uno (lo juro, y era de las que podía meterse el pelo en los bolsillos), aparqué el luto riguroso en el que me camuflaba siendo muy diferente de los demás y cambié de perfume. Lo del negro fue lo más fácil, aparecieron las gothics lolitas, esa aberración, una reelaboración del gótico japonesa que han aceptado las occidentales para poder ir de chachas francesas cursis por la calle sin entender muy bien qué puñetas es una criada, y luego los emos, con lo que el negro había perdido todo su sentido, cualquiera lo llevaba por la calle, nunca les perdonaré la banalización del negro, porque sigue siendo mi color, aunque no sea un color, favorito. Sigue siendo el color. Además, ya estaba harta de las tiendas góticas, pequeñas, oscuras, mal surtidas y orgullosas de ello, del terciopelo barato y tan fino que es casi transparente, de las malas imitaciones del cuero, de que en toda la ropa, mal cortada y de mala calidad en general, haya cadenas, remaches y bordados dignos de las tiendas de los chinos sólo que diez veces más caros, del morado cutre, de que aparezcan, inexplicablemente, estampados de leopardo en telas brillantes, como de disfraz en algunas prendas, de los colmillos de pega, del olor de los bolsos de plástico con atúdes o vampiros mal dibujados, de ver a Jack Skellington y a su Sally en todas partes, en todas, de la pesada de Emily the Strange y todo lo que es y no es...
Yo llevaba prendas victorianas, sobrias, negras, de buena calidad, zapatos finos y elegantes de piel de verdad, mitones, crespón en el pelo, plata envejecida y piedras negras, jazmín y almizcle como perfume... Nunca me pinté telarañas en la cara ni fui enseñando la ropa interior, mucho menos el corsé, por favor. Y cuando me camuflaba, para ir a la universidad todo vale pero no en los primeros trabajos, la gente sólo podía intuir que me gustaba demasiado el negro y que era un poco distante, quizá lóbrega. Nunca hablé de música, libros o poesía con extraños, y aún y todo lo sabían. En fin, imagináos mi congoja cuando me preguntaron si era emo, si llevaba cofia por la calle, si arrastraba cadenas... Ya, ya, la gente es ignorante, pero me dolió, me dolió que me comparasen con las de los leotardos con rayas moradas con minifaldas que habían dejado de poder llamarse faldas, con las de los manguitos de lana deslichada y mal teñida, con los farsantes insufribles con de los emos, que ni sabén de dónde viene el término gótico. Así que lo dejé, como un mal vicio. Y me encanta mi ropa muggle, de verdad, bien cortada, de buena calidad, útil y sencilla, con estampados, dibujos o bordados sinceros y originales. Ya me pondré mi abrigo de tercipelo de seda hecho a medida en los eventos especiales, ya luciré las pieles en una cena de esas que no se olvidan, preludio de otras cosas mejores.
No estoy más guapa así, imposible, pensad en la ropa de Mina en el Drácula que dirigió Coppola, nuestra moda no le llega a la suela de los zapatos, ni una falda de terciopelo áspero que no llega a los tobillos, ni una mini morada de plástico que se quiere piel con cadenas, que es lo que hoy se tiene por gótico puro, no os engañéis, y ahora pensad en lo que llevaba Gary Oldman, un instante nada más, y volved a pensar en lo que lleva, en general, la sección masculina entre los góticos de verdad, los de la vieja escuela, ridículo, ¿verdad?, pero estoy mucho más cómoda, mucho más a gusto. En las tiendas normales no te timan, no te cobran el terciopelo de pega como si fuera bueno, ni los collares de perro como si llevasen azabache de verdad, ni te miran de arriba abajo cuando entras (en las muy caras sí, pero qué le vamos a hacer) a ver cómo de gótica eres de verdad.
No, no me costó abandonar el negro, y dentro, muy dentro de mí, sigo siendo tan gótica como cuando tenía quince años, recitaba el cuervo de Poe de memoria y me pintaba la cara con polvo de arroz para estar más pálida, soñando con ser una con la noche, en mi mp3 hay la misma música, en mis armarios, los mismos libros, los mismos autores de entonces.
Además, con cosas como las fotos que os he dejado más arriba, guiño y sonrisa a toda una estética que se nos va, tampoco es una renuncia completa, ¿no?

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