lunes, 18 de enero de 2010

Hoy, un poco de Saki



Nació como Hector H. Munro en Akyab, el golfo de Bengala, donde el padre era inspector general de la policía de Birmania, provincia entonces de la India. pero pronto cambiaría su firma por “Saki”, un personaje de las Rubáiyát, del persa Omar Khayyam. Graham Greene lo nombró “el mayor humorista inglés del siglo XX”.

Borges fue más lejos: lo comparó con Oscar Wilde. En el volumen n° 28 de su célebre colección La biblioteca de Babel, que recopiló doce de sus cuentos —pequeñas obras maestras—, lo presenta de este modo: “Saki da un tono de trivialidad a relatos cuya íntima trama es amarga y cruel. Esa delicadeza, esa levedad, esa ausencia de énfasis puede recordar las deliciosas comedias de Wilde”.

De todos sus cuentos varios pueden ser considerados clásicos del género, “Tobermory”, la historia del gato enseñado a hablar por un científico. Ninguno de los dos logrará la gloria, pues la sociedad prefiere olvidar el descubrimiento antes que desvelar los pequeños secretos burgueses que un gato con libertad de entrar en lugares indiscretos pudiera revelar. “Sredni Vashtar”, el preferido por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, narra la historia del niño que mediante un conjuro consigue que un hurón mate a su tutora, la que “ni en momentos de mayor sinceridad, se habría admitido a sí misma que Conradín le resultaba antipático, aunque quizá tuviera la vaga conciencia de que frustarlo ‘por su bien’ resultaba un deber que no le resultaba especialmente fastidioso” . “El huevo de Pascua”, una insidiosa ofrenda hecha por un niño a un autarca de un principado centroeuropeo, aborda el tema del terrorismo.

La ironía alcanza con Saki uno de los puntos máximos en la historia de la literatura. Nunca veremos absurdos consuelos de última hora.

En 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial, Saki se alista como voluntario en el ejército. Tenía apenas cuarenta y cuatro años.

Poco tiempo después rechaza un ascenso que lo alejaba del frente.

Se prepara la última página de su vida, el criterio estético es el mismo que guió todos sus cuentos.

Es 1916. La noche ha caído en Beaumont-Hamel, Francia. Saki está escondido en una trinchera, con el 22º Batallón de los Fusileros Reales. Poco antes de que un francotirador lo mate, se le escucha gritar: “¡Apaguen ese maldito cigarrillo!”

Y aquí os dejo uno de los más amargos, y también de los mejores:

La reticencia de Lady Anne

Egbert entró a la amplia y oscura sala como quien no está seguro si está entrando a un palomar o a una fábrica de bombas, pero que está preparado para cualquiera de las dos eventualidades. La habitual discusión doméstica a la hora del almuerzo no había tocado su fin, y la cuestión era saber hasta qué punto Lady Anne deseaba reanudar las hostilidades o renunciar a ellas. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era casi elaboradamente rígida; en la penumbra de aquel atardecer de Diciembre, los lentes de Egbert no lo ayudaban a discernir la expresión de su rostro. A modo de intento de romper el hielo que pudiera flotar en la superficie, Egbert hizo un comentario sobre la mística luz que bañaba aquel instante. Tanto él como Lady Anne estaban acostumbrados a hacer esa observación entre las cuatro y media y las seis en las tardes de invierno y fines de otoño; era parte de su vida matrimonial. No había ninguna respuesta fija, y Lady Anne no dio ninguna.

Don Tarquinio yacía tendido sobre la alfombra persa, gozando del calor de la chimenea con total indiferencia al posible mal humor de Lady Anne. Su pedigrí era tan inmaculadamente persa como el de la alfombra, y su pelaje ingresaba ya a la gloria de su segundo invierno. El sirviente, que tenía tendencias renacentistas, lo había bautizado Don Tarquino. Si hubiera sido por ellos, Egbert y Lady Anne lo hubieran llamado indefectiblemente Michifús, pero no eran obstinados. Egbert se sirvió una taza de té. Como el silencio no daba señales de romperse con iniciativa de Lady Anne, se dispuso a hacer otro esfuerzo.

-Mi comentario durante el almuerzo tiene una aplicación puramente académica -anunció-. Tú pareces haberle dado un sentido personal innecesario...

Lady Anne mantuvo su defensiva barrera de silencio. El pardillo llenó el intervalo con un aria de Ifigenia en Táuride. Egbert la reconoció de inmediato, porque era la única melodía que el pardillo silbaba, y había llegado a ellos con la reputación de hacerlo. Tanto Egbert como Lady Anne hubieran preferido algo de El alabardero del castillo, que era su ópera favorita. En materia artística, tenían gustos similares. Se inclinaban hacia el arte honesto y explícito; un cuadro, por ejemplo, que contara su historia con la generosa asistencia de un título. Un corcel sin jinete, con las guarniciones obviamente desarregladas, que entra a un patio lleno de mujeres desfallecientes, y que lleva el título “Malas Noticias” les sugiere sin dudas una catástrofe militar. Pueden comprender lo que significa y explicarlo a amigos de menor inteligencia. El silencio continuaba. Como regla general, el descontento de Lady Anne se volvía articulado y marcadamente locuaz después de cuatro minutos de silencio introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y sirvió un poco en el platillo de Don Tarquino. Como el plato estaba lleno ya hasta el tope, una desagradable inundación fue el resultado. Don Tarquino la observó con sorprendido interés, que se transformó de a poco en elaborada indiferencia cuando Egbert le ordenó que bebiera lo que se había derramado. Don Tarquino estaba preparado para desempeñar muchos roles en la vida, pero el de aspiradora no era uno de ellos.

-¿No crees que estamos comportándonos como unos tontos? -preguntó Egbert jovialmente.
Si Lady Anne lo pensaba, no lo dijo.
-La culpa ha sido en parte mía -continuó Egbert, con menor jovialidad-. Después de todo, soy un ser humano... Pero tú pareces olvidar que no soy más que un ser humano...

Insistió en ese punto como si se hubiera sugerido infundadamente que su constitución se asemejaba a la de un sátiro, con prolongaciones cabrunas donde finalizaba lo humano.
El pardillo recomenzó su aria de Ifigenia en Táuride. Egbert comenzó a deprimirse. Lady Anne no estaba bebiendo su té. Tal vez no se sentía del todo bien. Pero cuando Lady Anne no se sentía del todo bien, no solía mostrarse reticente al respecto. “Nadie sabe lo que me hacen sufrir las indigestiones” era una de sus frases favoritas, pero esa falta de conocimiento sólo podía deberse a la audición defectuosa de los demás, pues la cantidad de información disponible sobre el tema hubiera suministrado material suficiente para una monografía. Evidentemente, Lady Anne no se sentía bien. Egbert comenzó a pensar que no merecía el trato que estaba recibiendo. Naturalmente comenzó a hacer concesiones.

-Me atrevería a decir -observó, moviéndose hacia el centro de la alfombra tanto como le permitió Don Tarquino- que la culpa fue mía. Deseo, si puedo hacer así que las cosas vuelvan a ser felices, emprender una vida mejor...

Se preguntaba vagamente cómo sería posible hacer esto. En la edad madura, las tentaciones aparecían sin mayor insistencia, como un niño pobre que pide sus regalos de navidad en febrero por la simple razón de no haberlos recibido en diciembre. No tenía más intención de sucumbir a las tentaciones que la que tenía de adquirir los cuchillos de pescado y las estolas de piel que las damas se ven obligadas a sacrificar a través de las columnas de avisos durante doce meses al año. Sin embargo, había algo impresionante en su voluntaria renuncia a posibles enormidades latentes. Lady Anne no dio señales de estar impresionada.
Egbert la miró nervioso a través de sus anteojos. Llevar la peor parte de una discusión con ella no era experiencia nueva. Llevar la peor parte de un monólogo era una novedad humillante.

-Debo ir a vestirme para la cena -anunció en un tono en el que intentó poner alguna sombra de severidad. Antes de cerrar la puerta, un acceso final de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento:
-¿No estamos comportándonos como unos tontos?
-Como un tonto, sí -fue el comentario mental de Don Tarquino al cerrarse la puerta detrás de Egbert. Luego levantó en el aire sus patas aterciopeladas y saltó suavemente sobre un estante de libros inmediatamente inferior a la jaula del pardillo. Era la primera vez que parecía notar la existencia del pájaro, pero estaba llevando a cabo un plan de acción largamente meditado. El pardillo, que se había creído una especie de déspota, se encogió de repente hasta casi la tercera parte de su tamaño normal, para sucumbir luego con un inútil aleteo y estridentes chillidos. Había costado 27 chelines sin la jaula, pero Lady Anne no dio señales de intervenir. Hacía dos horas que estaba muerta.

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