domingo, 19 de abril de 2009

Viajes y viajeros

Pues nos es dado
no reposar en ningún lugar
Hölderlin

La literatura es la puerta desde la que siempre me he asomado al mundo, y a mí misma, así que desde ella, como ejemplo, camino y espejo, arranco: Hay viajes, y viajeros, y hay caminos, y caminantes, y hay mapas, metas, y errantes. Yo quiero estar perdida.
Las novelas de aventuras siempre han llevado consigo el viaje como seña de identidad, es mucho más que el enfrentamiento a lo otro. Hay que salir, dejar atrás lo que se es y posee, lo que se conoce y ama, y enfrentarse a lo desconocido. Podríamos hablar de metáforas tan antiguas que son arquetipos, símbolos, de la alteridad que acaba siendo ganada, conocida, conquistada y por tanto anulada, el mar que empieza significando muerte y termina siendo camino, vientre de dones, las montañas que simbolizan lo prohibido, la puerta a los infiernos, y terminan siendo viejas conocidas, la extrañeza que siempre muestran otros cielos, pero el viaje es más que eso, y es parte esencial de las novelas de aventuras, de las de caballerías, de las de fantasía, porque es el motor del cambio en sí mismo. Dejar atrás el hogar, la seguridad, ya es enfrentarse al mundo. Hay, sin embargo, distintos tipos de viajes, los que acaban y los que no, y distintos tipos de hombres, los héroes y los errantes, los caminantes. La Odisea es el paradigma del viaje, es el origen y la semilla que germina en cada relato de aventuras, y muestra el primer tipo de viaje, aquél en el que el protagonista, cambiado por la sucesión de desventuras y logros pero que sigue siendo él, que nunca ha dejado de ser él, vuelve al hogar. Pero hay miles de historias más, algunas en las que el héroe ni siquiera tiene casa, o, teniéndola, jamás vuelve a considerarla final de trayecto. Bilbo Bolsón se vuelve con los elfos a través de las montañas que tanto añora, y después, mucho después, marchará con los elfos a otro destino que, aunque parece final, es aventura en sí mismo. Bilbo es un errante, un caminante. El viaje ha abierto en él el abismo. Como el caminante de Nietzsche, uno que no posee meta, que viaja con su sombra y se abre a las experiencias como un modo de ser lo que es, no la línea clara y concisa que siempre sigue Ulises, sino una suerte de peripecia, de apuesta, que le permita ser múltiples cosas a la vez. Hay que ser caminantes. Amantes del cambio, de la apuesta, del abismo que significa que nada te posea. Ser parte del camino, esperar siempre cada cambio, cada arroyo... Llevar encima siempre cuanto se posee como seña de indentidad y de fuerza. Como en la película-documental Una Amistad Inolvidable, pasar a formar parte del todo sólo cuando dejas de querer ser parte del todo. Cuando olvidas los enganches externos como método de reconociento de lo que eres. Un número de D.N.I, el nombre que otros te pusieron, los lugares en los que has trabajado... Hay que desear perderse, hay que desear la noche infinita, el mar como ensueño y fantasía, como límite y camino, vientre de todos los espejos. Tenemos que volver a soñar, y a llenar con esos sueños nuestras vidas. Ser errantes, como si estuviésememos perennemente enamorados... caminantes sin meta, que no sin rumbo. Reflejos de las estrellas, aventureros de nuestra propia vida.
Quiero pintarme la cara con barro, y buscar un palo entre la hojarasca, un paso entre las montañas azules, poner nombre a las estrellas y tardar en reconocerme en las aguas verdes de un lago inmombrado.
Quiero ser viento, paso y huellas que nadie entienda.

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