martes, 14 de septiembre de 2010

Caminos


Ismail Basarani en Deviantart

Tras el puente viejo halló un sendero, tierra pisada, piedras apiladas mostrando el camino, la hierba casi lo había escondido. Hubo otras gentes allí antes de que sucumbieran bajo el peso de las hordas del Norte, antes de que los cada vez más crudos inviernos borraran hasta los dibujos de las piedras, antes de que olvidaran.
Tenía hambre, ojalá no pensara en esas cosas, hambre y frío, y le dolían los pies, y la garganta, y había algo negro, pesado, llamándole tras sus ojos.
El río era bravo y profundo, espejo y pozo, verde y negro bajo el cielo emplomado, susurrante bajo la sombra de los gigantescos árboles, demasiado grandes, largas algas muy verdes le acariciaban la superficie burbujeante. Bajo el puente, sin embargo, se empantanaba, brevemente, se demoraba y hasta amansaba, como adormilado.
La primavera se había acabado, la estación de lluvias se acercaba, las noches eran cada vez más largas, y los amaneceres tibios. No tenía adónde ir, y en ese vagabundear era la primera vez que veía los restos de un camino. Pequeño, sí, humilde, sí, quizá simplemente llevara a las ruinas devoradas por la hiedra de una casucha, pero era un camino.
Aquella tierra había sufrido el peso de muchas guerras, pero se había cerrado sobre sí por abandono. Se decían muchas cosas, siempre se dicen muchas cosas, y lo más probable es que fueran ciertas. No le importaba, quería que no le importara. También él había sobrevivido a muchas guerras, pero la última herida, la que siempre mataba, había sido el abandono. Él, que había vivido y matado bajo la ley de la espada, el más hábil y disciplinado, él, cuyo nombre se pronunciaba con temor, cuya sombra se alargaba por sobre todos los confines y fronteras del mundo conocido, por el que viajaban los más jóvenes y temerarios para desafiarle, él, héroe, favorito de reyes, y de nobles despiados, soldado, capitán y mercenario, espia y prohombre, enviado real y sombra: Nada. Vencido por unos ojos oscuros, en los que cabía el mundo todo, llenos de lágrimas.
Se sentó en el pretil, oyendo el rumor del agua al estrellarse, rumorosa, sobre el tajamar. Estaba más que cansado, ojalá más allá del dolor. Su reflejo era borroso y móvil, una criatura cubierta de largas algas verdes y negras. Dos luces paralelas, claras, emergieron del fondo, dándole ojos a la imagen que le devolvía el agua, unos ojos claros y viejos, llenos de fuerza. Se le detuvo el corazón en el pecho. Una suave brisa venía de entre los árboles, haciendo sonar las copas y rodar las hojas, ya doradas, anuncio del otoño, sobre las losas de piedra del puente. Era una brisa cálida, y olía a resina de coníferas. Su reflejo se movió y deshizo en jirones al emerger la criatura a la superficie, tenía los ojos azules y el largo cabello blanco, la boca permanecía bajo el agua, sus manos y brazos, muy blancos, se movían bajo las algas como bailando. Se puso en pie, con lágrimas en los ojos. Había olvidado, porque para ser hay que olvidar, porque para hacer lo que hay que hacer hay que olvidar, la vida es un camino más, y para andar siempre adelante hay que olvidar; pero recordaba, esos ojos, esa luz atrapada en su piel, aquél olor fragante y cálido.
Mentían las leyendas, ella no otorgaba espada, no vestia de rocío y plata, no se enseñoreaba de ningún lago, pero sí que otorgaba...
Se metió en el agua, despacio, estaba fría, tan fría que cortaba, y ojalá no le importara, pero importaba, la espada en alto, sobre los antebrazos armados, en señal de respeto. El agua cambió de color cuando entró en ella, grna y negra por toda la sangre que había derramado y perdido, por tanta sangre que portaba.
Bajó el río rojo desde entonces, y muchas, muchas leguas más abajo, en paisajes sin árboles y llanos, amarillos de cereal y abrasados por un sol que bien pudiera haber ser otro distinto del que apenas se asomaba en el Norte, pensaron que el agua había cambiado su curso y ahora traía herrumbre con ella.
A veces las cosas son sencillas otra vez, a veces la luz es dulce y buena, y no cuchilla que destroza los sueños: Recordaba amaneceres sobre campos de batalla, la tierra humeante de niebla, los buitres y cuervos sobre las raíces negras, algunas aún móviles, que eran los cuerpos retorcidos de los hombres y las monturas, los fantasmas que no lo eran recorriendo su penitencia de cuerpo en cuerpo, de mirada vacía en mirada vacía, recordaba amaneceres en plazas de ciudades atestadas, cadalsos y hogueras aún apagadas aguardando, recordaba amaneceres que le arrancaban de lo único que consideraba propio, que hasta la espada sabía prestada, sus sueños, los que le llenaban cuando estaba despierto. Por eso odiaba la luz, por eso odiaba la mañana, las horas frías que preceden al alba... y sin embargo... sin embargo, aquél momento era dulce y perfecto, como si jamás hubiera habido otro, como si careciera de pasado...
Y otra vez tenía ocho años. Sin cicatrices, sin culpa, sin cansancio, sin el peso de lo visto y vivido, sin sangre y lágrimas en las manos.
Y ella estaba allí, tal y como estuvo, entera, en pie frente a él, desnuda como el cielo, como el agua, como la luz. Y supo que le había dado la oportunidad de irse, que podía haber dejado el puente y tomado el sendero. Y semejante generosidad le dejó mudo, temblando de gratitud.
Ella le tendió las manos claras, frías como la nieve virgen, y la espada se fué al fondo del río, la espada que fuera de reyes, que dijeron, una vez la vieron desnuda en sus manos, que fuera forjada por demonios, levantó el barro del fondo y se enredó entre las largas algas, verdes y negras. Sabía que era prestada, era hora de devolverla. Y tenía otra vez ocho años, y ella le miraba desde el agua, pura, hermosa y abisal.
Y de nuevo fue infinito el cielo, e infinitos los caminos, y una primavera eterna, limpia, sin sangre, sin cohortes de fantasmas, sin recuerdos, se aposentó en un corazón que otra vez era joven, dueño de sus sueños.
No habría amanecer frio e inclemente que los desbordara.

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